A Mara siempre le gustaron los juegos.
La acción con alguna finalidad. Y solo pasados los años y alcanzada
la edad adulta, comprendió el poder del camino hecho con los pies
sobre la tierra. Si bien le fascinaba el poder infinito de las aguas
del mar, su ovillo interior siempre permaneció fiel a las montañas
más abruptas y pedregosas de los territorios pobres de sus orígenes
familiares.
Una mañana de diciembre, abrió las
ventanas de su habitación y cuando se disponía a escribir el sueño
de la noche en sus páginas personales, un rayo de sol iluminó un
rincón de su estancia proyectando sobre una piedra que le regalara
su padre antes de morir un efecto curioso, pues sobre su relieve le
pareció ver el dibujo de una mariposa blanca. Inmediatamente
discurrieron sobre su memoria todas las secuencias entrecortadas de
los restos del sueño.
-No, nuestra herencia de adn no
sobrepasa el 2%, el resto es herencia de otro tipo -se vio
rectificando a una prima suya que le hablaba de una enfermedad
contraída por otro familiar próximo.
Por aquel entonces, Mara no tenía
demasiado claro su destino, por todos bien conocido hoy en día. Y a
pesar de que se cuenta que siempre lo supo, lo cierto es que nunca
dejó de ser una mujer hija de la incertidumbre, el cansancio y la
fe, tal como muestran sus diarios personales constantemente. Sin
embargo, y así lo leí escrito de su puño y letra, una caligrafía
laboriosa con una leve inclinación hacia la derecha, aquella mañana
de diciembre Mara Truth supo que tenía que visitar la tumba de su
bisabuelo para decirle algo que todavía ignoraba. Y supo también
que debía ir caminando pues así se lo pedía su alma.
Uno de los sueños recurrentes de Mara
Truth en aquellos días donde la experiencia empieza a hacer poso y
sin embargo todavía se cuenta con la fuerza de la juventud, era la
despedida de un hombre con el pelo largo enmarañado de una mujer
extremadamente delgada y con profundas ojeras a la puerta de una casa
de piedra. El hombre debía ir a la guerra y prometía volver antes
de que naciera el hijo que esperaban. Sin embargo, al regresar el
hombre, manchado de barro, cenizas y sangre, encontraba la puerta de
su casa abierta, el niño llorando y la mujer tendida en el suelo
muerta y con los ojos abiertos. El hombre enloquecía de dolor y
abandonaba el hogar para vagar por el territorio en busca del
culpable de su desdicha.
Cuando Mara Truth alcanzó el castillo
que dominaba las tierras de sus antepasados, contempló extasiada el
enorme océano de montañas que a ambos lados de la carretera se
extendían. Entró en una cafetería, pidió un agua y se cambió las
deportivas por unas chanclas abiertas. Las ampollas y las rozaduras
eran los testigos de su aventura. Aprovechó para pedir referencias
de alguna pensión y el camarero joven que no sabía de transportes
públicos, le recomendó una posada reformada de módico precio. Allí
haría una alto antes de encarar el tramo final hacia el cementerio.
Cerca de la mañana, regresó el sueño
del hombre de pelo largo enmarañado. Su risa estruendosa mostraba
los huecos de varias piezas dentales y una mano intentaba contener
una herida enorme que le dejaba al descubierto las tripas.
- ¡Lo he matado! ¡Lo he matado! -
gritaba.
- ¿A quién? - le preguntó Mara
- A él, a su asesino, el Conde. La
abandoné, por eso murió.
Entonces Mara se despertó sobresaltada
por el rumor del llanto de un niño. Al bajar al pequeño comedor de
la pensión, saludó a una joven pareja con un niño de unos meses
que desayunaban mientras miraban en un mapa el recorrido que les
esperaba ese día. Mara tomó un café con leche y comió un pequeño
bocadillo de jamón serrano y salió de nuevo al camino.
Alcanzó el cementerio de su bisabuelo
cuando el sol estaba en lo alto de los montes del Noroeste. No pudo
encontrar la lápida con su nombre ni con sus fechas de nacimiento y
muerte, pero como impelida por una voz interior no manifiesta, caminó
y caminó durante mucho rato por entre todas las cruces y nombres del
cementerio con una única letanía fija en su pecho:
- Descansa en paz, ya, padre,
descansa en paz ya, padre, descansa en paz ya, padre...
Mara sabía que aquel responso no lo
estaba diciendo ella pero también sabía que solo ella podía
realizarlo hasta el final, pues para eso había sido llamada y para
eso había acudido a la llamada. Nunca supo cuánto tiempo
transcurrió hasta que su cuerpo y su corazón dejaron de latir con
ese deseo ajeno, solo recordaría años más tarde un golpe de viento
caliente que la despertó de su estado letárgico y le anunció el
final de un penar.
Al regresar a la pensión, cogió la
carta de amor que siempre llevaba consigo, subió a lo alto del
castillo, la rompió en pedacitos y la lanzó a las montañas. Aligerada de peso, contempló complacida cómo el viento alejaba los pedacitos de papel.