martes, 31 de diciembre de 2013

El templo



El maestro y el alumno caminaban por un bosque tupido de fauna y flora. Cuando estaba a punto de amanecer el octavo día de ayuno, díjole el alumno al maestro:

- Maestro, no creo que pueda llegar al templo. Apenas ha transcurrido una semana de viaje y mis pies chillan de dolor mientras las grietas resquebrajan la fe en mi alma. No soy digno de la divinidad. Me regreso.

El maestro miró al alumno, asintió y prosiguió hacia adelante.

Años después, el alumno se había convertido en un rico comerciante al que los negocios le sonreían y las mujeres aplaudían sus éxitos. El maestro, con su túnica simple y los pies descalzos, se cruzó en la plaza con el antiguo alumno. Loco de alegría al reconocer a su viejo maestro en aquel humilde vagabundo, el comerciante saltó de su carroza e hizo que lo acompañara a su lujosa casa.

- Veo que has prosperado económicamente – dijo el maestro.

- Y todo gracias a mi rendición, maestro. En la tercera jornada de regreso por el bosque, encontré un cofre con monedas de oro. Invertí las monedas de oro en mercancias y seda y aquí me tienes, rico y feliz.

El maestro miró alrededor y contempló la ostentación de lámparas, muebles, alfombras y estatuas. El brillo del lujo casi lo ciega.

- Tengo que irme, debo proseguir camino – advirtió el viejo maestro

- ¿Adónde vas?

- Al templo.

- Pero, si el templo está en dirección contraria, maestro.

El viejo maestro sonrió al antiguo alumno y lo dejó cavilante al lado de la fuente de colores que hacía dos meses había mandado traer del Bajo Nilo, expresamente para conquistar los favores de una mujer.

Pasaron los años y el comerciante tuvo que hacer frente a épocas de crisis nefastas en las que se vio obligado a pedir dinero prestado que nunca pudo devolver. Arruinado y triste, vagaba por los caminos con una sucia bacinilla en la que tan pronto comía restos del suelo como hacía sus necesidades.

Un día de lluvia intensa, calado hasta los huesos, le atacaron unas fiebres altísimas. Durante siete días y siete noches, el antiguo alumno luchó contra la muerte. Al octavo día despertó con hambre y al abrir los ojos se encontró con la mirada de su viejo maestro que lo acogía.

- ¡Maestro! - exclamó agradecido. ¡Me has salvado!

El maestro le acercó un cuenco de agua fresca y el alumno bebió.

- Levántate, que nos espera una dura jornada. Hoy llegamos al templo.

Paula Mocinho Novoa
Barcelona, 31 de diciembre de 2013
Feliz 2014 - Happy New Year

sábado, 12 de octubre de 2013

Slabetzat, la princesa maya



Mi madre me peinaba cada mañana, nunca dejaba que lo hiciera Tzetsdotal.  Decía que la cabeza de una niña no puede dejarse en manos de una criada. Primero me metía los dedos en el pelo enmarañado y luego con un peine de dientes de coral estiraba mi cabello rubio. Antes de dejarme en manos del sacerdote Pretabordet, me susurraba al oído que siempre sería su hija estuviera donde estuviera. Que jamás podría romperse nuestra unión, como ella seguía unida a su madre.

Pretabordet por aquel entonces no tenía el poder que con los años llegaría a albergar, tras la muerte de mi padre. En aquella época de oscuridad y cielos turbios en los que la sequía abandonó la gracia de nuestros campos y las mujeres empezaron a parir niños muertos. Pero eso fue mucho tiempo después de que yo me fuera, mucho tiempo después de que el joven Pretabordet, iniciado a su vez por su abuelo en el arte de la interpretación divina, me preparara para el gran día. Y ya que tengo esta oportunidad, me gustaría recordarlo con cariño aunque ya no quede nadie que lo haga pues con el paso de los años se volvió intransigente, inflexible y tan férreamente dogmático que ni la pureza de toda la sangre que vertió en semanas y semanas de sacrificios a los dioses pudo calmar su alma torturada. Conmigo fue delicado, cuidadoso y me enseñó lo poco que sé de aquel mundo en el que viví y morí hasta mis trece años. Y me regaló también simples consignas para sobrevivir a los primeros impases de soledad en este mundo de luz y soledad en el que ahora me hallo.

En aquellos días, después de mis encuentros con Pretabordet y sus cánticos y rezos a la madre Luna, regresaba a la plaza pública bajo la atenta mirada de mi madre y todo el séquito de nodrizas, criadas y la guardia que nos protegían para jugar con las hijas de los lugartenientes de mi padre. A media mañana, cuando el sol brillaba con más fuerza, llegaba Tardovite y su hermano con la bandeja de frutas y se arrodillaban ante mí. Tardovite tenía una mirada negra y transparente que todavía ahora me acompaña en mis ratos de tristeza y añoranza. Conocí la historia de los dos hermanos a través de mi nodriza Tzetsdotal.

- Son los hijos del primer hombre que Pretabordet sacrificó a los dioses. Antes de segarle el cuello y dedicarle su sangre a los campos, le concedió un deseo. El hombre pidió vida para sus hijos. Pretabordet es un hombre de palabra.

- ¿Cómo se llamaba ese hombre, Tzetsdotal?

- Querida Slabetzat, los hombres que se sacrifican a los dioses no solo entregan su cuerpo, también entregan su nombre.

- Pero yo voy a ir al encuentro de los dioses pronto, ¿también tengo yo que entregar mi nombre?

Dos días antes de mi ofrenda, me despertó el llanto desconsolado de mi madre. Se parecía mucho a los llantos de las nodrizas cuando tenían hijos. Como si algo se rompiera por dentro. Me deslicé por el pasillo mientras Tzetsdotal dormía y me asomé al umbral para ver a mi madre. Arrodillada a los pies de mi padre, le arañaba las piernas con terror mientras no hacía más que repetir 'tu puedes ofrecer a otra, tú puedes ofrecer a otra'. Mi padre parecía una estatua. No se movía. Ni siquiera cuando de sus piernas empezó a brotar sangre.

Pretabordet vino a mi cámara, retiró las ropas y me tocó la mejilla. Abrí los ojos y me encontré con su sonrisa. 

- Ha llegado el día, querida Slabetzat.

Tzetsdotal y las otras mujeres me vistieron con las túnicas sagradas, me coronaron con las hojas de papaya y esparcieron unos granos de tierra entre mis cabellos, tal y como manda la tradición. Luego Pretabordet me dio la mano y salimos a la calle. Me impresionó ver a mi pueblo en completo silencio cediéndonos el paso hasta la pirámide central. Ascendimos las escaleras como había estado ensayando en los últimos meses, de espaldas a la cúpula. La ceremonia fue preciosa. Los cánticos que Pretabordet y el resto de sacerdotes dedicaron a los dioses el día de mi entrega despertaron los suspiros de toda la corte. De reojo pude ver cómo mi padre rozó el brazo de mi madre. Creo que se sentía orgulloso de la madurez que estaba demostrando frente a todo su pueblo. Cuando el sol estuvo allá en lo alto, mi padre y mi madre, como ordena la tradición, se levantaron y uno a cada lado me cogieron de la mano para seguir el paso de Pretabordet, que encabezaba la comitiva.

Del camino hacia el cenote solo recuerdo los pájaros trinando y los ojos de las iguanas inmóviles en el vacío. Siempre me han gustado mucho las iguanas. Mi madre me explicaba que de bien pequeña me escapaba de la vigilancia de Tzetsdotal y cuando me encontraban, acostumbraba a estar hablando con alguna de ellas. Al llegar al cenote, Pretabordet tomó la hoja sagrada, la partió en cuatro mitades y la repartió entre mis padres, él y por último, me introdujo el cuarto cachito debajo de la lengua. Antes de sentir el agua fría, recuerdo que aparecieron Tardovite y su hermano con todos mis juguetes y mi dote como consorte de los dioses. Pretabordet ordenó que lo introdujeran todo con cuidado en las aguas verde oscuro del cenote. Tardovite aprovechó el giro de la despedida para mirarme por última vez y vi cómo le resbalaba una lágrima por la mejilla. Sé que antes de bajar a las profundidades del cenote y entrar en el túnel sagrado, les sonreí a mis padres, y no cerré los ojos, tal y como me había dicho Pretabordet que hiciera.

- Los dioses deben saber que lo haces con amor y porque quieres hacerlo, tu pueblo lo necesita y una princesa se debe a su pueblo.



La muerte de Pretabordet estuvo rodeada de misterio. Muchos lo odiaban. Con los años, la avaricia y el poder habían corroído todo lo bueno que una vez tuvo. Se acusó al sacerdote Hertzadotz de su asesinato, pero no fue él. Tardovite nunca le perdonó que me enviara a la muerte. Jamás entendió que Pretabordet no solo me ofrecía a los dioses en clara ofrenda por nuestro pueblo, sino que se aseguraba mi regreso a este mundo con un alma purificada. Ojalá algún día volvamos a encontrarnos, así tendremos la oportunidad que nunca tuvimos entonces.

domingo, 25 de agosto de 2013

Mariposa blanca sobre piedra Mara



A Mara siempre le gustaron los juegos. La acción con alguna finalidad. Y solo pasados los años y alcanzada la edad adulta, comprendió el poder del camino hecho con los pies sobre la tierra. Si bien le fascinaba el poder infinito de las aguas del mar, su ovillo interior siempre permaneció fiel a las montañas más abruptas y pedregosas de los territorios pobres de sus orígenes familiares.
Una mañana de diciembre, abrió las ventanas de su habitación y cuando se disponía a escribir el sueño de la noche en sus páginas personales, un rayo de sol iluminó un rincón de su estancia proyectando sobre una piedra que le regalara su padre antes de morir un efecto curioso, pues sobre su relieve le pareció ver el dibujo de una mariposa blanca. Inmediatamente discurrieron sobre su memoria todas las secuencias entrecortadas de los restos del sueño.

-No, nuestra herencia de adn no sobrepasa el 2%, el resto es herencia de otro tipo -se vio rectificando a una prima suya que le hablaba de una enfermedad contraída por otro familiar próximo.

Por aquel entonces, Mara no tenía demasiado claro su destino, por todos bien conocido hoy en día. Y a pesar de que se cuenta que siempre lo supo, lo cierto es que nunca dejó de ser una mujer hija de la incertidumbre, el cansancio y la fe, tal como muestran sus diarios personales constantemente. Sin embargo, y así lo leí escrito de su puño y letra, una caligrafía laboriosa con una leve inclinación hacia la derecha, aquella mañana de diciembre Mara Truth supo que tenía que visitar la tumba de su bisabuelo para decirle algo que todavía ignoraba. Y supo también que debía ir caminando pues así se lo pedía su alma.
Uno de los sueños recurrentes de Mara Truth en aquellos días donde la experiencia empieza a hacer poso y sin embargo todavía se cuenta con la fuerza de la juventud, era la despedida de un hombre con el pelo largo enmarañado de una mujer extremadamente delgada y con profundas ojeras a la puerta de una casa de piedra. El hombre debía ir a la guerra y prometía volver antes de que naciera el hijo que esperaban. Sin embargo, al regresar el hombre, manchado de barro, cenizas y sangre, encontraba la puerta de su casa abierta, el niño llorando y la mujer tendida en el suelo muerta y con los ojos abiertos. El hombre enloquecía de dolor y abandonaba el hogar para vagar por el territorio en busca del culpable de su desdicha.
Cuando Mara Truth alcanzó el castillo que dominaba las tierras de sus antepasados, contempló extasiada el enorme océano de montañas que a ambos lados de la carretera se extendían. Entró en una cafetería, pidió un agua y se cambió las deportivas por unas chanclas abiertas. Las ampollas y las rozaduras eran los testigos de su aventura. Aprovechó para pedir referencias de alguna pensión y el camarero joven que no sabía de transportes públicos, le recomendó una posada reformada de módico precio. Allí haría una alto antes de encarar el tramo final hacia el cementerio.
Cerca de la mañana, regresó el sueño del hombre de pelo largo enmarañado. Su risa estruendosa mostraba los huecos de varias piezas dentales y una mano intentaba contener una herida enorme que le dejaba al descubierto las tripas.

- ¡Lo he matado! ¡Lo he matado! - gritaba.
- ¿A quién? - le preguntó Mara
- A él, a su asesino, el Conde. La abandoné, por eso murió.

Entonces Mara se despertó sobresaltada por el rumor del llanto de un niño. Al bajar al pequeño comedor de la pensión, saludó a una joven pareja con un niño de unos meses que desayunaban mientras miraban en un mapa el recorrido que les esperaba ese día. Mara tomó un café con leche y comió un pequeño bocadillo de jamón serrano y salió de nuevo al camino.
Alcanzó el cementerio de su bisabuelo cuando el sol estaba en lo alto de los montes del Noroeste. No pudo encontrar la lápida con su nombre ni con sus fechas de nacimiento y muerte, pero como impelida por una voz interior no manifiesta, caminó y caminó durante mucho rato por entre todas las cruces y nombres del cementerio con una única letanía fija en su pecho:

- Descansa en paz, ya, padre, descansa en paz ya, padre, descansa en paz ya, padre...

Mara sabía que aquel responso no lo estaba diciendo ella pero también sabía que solo ella podía realizarlo hasta el final, pues para eso había sido llamada y para eso había acudido a la llamada. Nunca supo cuánto tiempo transcurrió hasta que su cuerpo y su corazón dejaron de latir con ese deseo ajeno, solo recordaría años más tarde un golpe de viento caliente que la despertó de su estado letárgico y le anunció el final de un penar.
Al regresar a la pensión, cogió la carta de amor que siempre llevaba consigo, subió a lo alto del castillo, la rompió en pedacitos y la lanzó a las montañas. Aligerada de peso, contempló complacida cómo el viento alejaba los pedacitos de papel.



sábado, 20 de julio de 2013

Las Maras vengadoras




Los días que siguieron a la muerte de Mara se abrieron los cielos en preñados rayos y las puertas comunicantes ofrecieron incesantes imágenes del horror vertido por el ser humano en todos los tiempos, el Tiempo. Quiso la Tierra despertar la ira y la justicia de Mara en la tristeza de su ausencia y fue así como se levantaron desde todos los rincones del mundo miles y miles de Maras con sed de venganza. En sus sienes latían los casos de maldad, crueldad y sadismo humanos y en su corazón hervía la semilla de la limpieza del mal. Su sed era la sed de siglos amamantados por la sequedad de la ignominia del hombre.
Como los ríos en las montañas, como las venas en la piel, como las raíces hacia el núcleo de la tierra, como las gotas de agua en los pétalos de las flores, así todas las Maras se fueron reuniendo en su caminar. Primero de a pocas, luego en manadas y al final como ejércitos de luz estridente y mortal. Aún hoy, la historia después de Mara las recuerda como el ejército más temido de todos los contemplados por el hombre. Aún hoy ese capítulo oscuro del mundo recién renacido huele al rastro de sangre culpable que dejaron. Algunos aún pueden verlas aparecer en el horizonte con sus dagas afiladas, sus machetes brillantes, sus pistolas recargadas de furia y balas de plata. La mirada perdida en el vidrio de la noche, manos con nervadura de hierro, piernas elásticas preparadas para la contracción, la carrera y la confrontación directa, dientes apretados a las mandíbulas y garras de animal herido invitando al silencio eterno. En su pecho la inocencia del espíritu clamando por las víctimas de todas las guerras, de todas las violaciones, de todas las torturas, de todas las agresiones, de todas las innombrables humillaciones que el hombre ha infligido en nombre de las ideas más lícitas y de las más injustificables.
Las Maras asesinas decapitaron, trocearon, desmembraron, tirotearon, descuartizaron y esparcieron todos los cuerpos culpables por las calles, las avenidas, los pueblos y las ciudades donde se escondían los verdugos. Regaron de sangre, bilis, meados y mierda cobardes las puertas de sus casas, sus lujosas mansiones, sus oscuras grutas, sus refugios subterráneos. Los sacaron como comadrejas de sus escondites y los expusieron al sol para el escarnio público. Se abstuvieron, no obstante, de condenar a aquellas mujeres u hombres que ignoraban la labor criminal de sus cónyuges. Tampoco ejecutaron a su prole. Sin embargo, todas las ejecuciones fueron realizadas ante la mirada y la presencia de sus seres queridos. Todas las familias de los verdugos vieron cómo morían sus progenitores, sus mujeres, sus maridos a manos de las Maras vengadoras: era imprescindible un castigo ejemplar. Aun a riesgo de provocar una guerra sin fin entre mundos y tiempos, todas las Maras persiguieron hasta el final de su cometido a todo aquel o aquella responsable de crímenes contra la humanidad y jamás traslució en ninguno de sus gestos cualquier atisbo de piedad, arrepentimiento o compasión.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos años duró la justicia de las Maras en las tierras del Norte. Tampoco cuántos años fueron necesarios para las tierras del Sur, el Este y el Oeste. Muchos soles secaron la sangre de la Tierra. Muchas lluvias limpiaron la Tierra de la sangre vertida. Una vez acabada la misión, las Maras se retiraron a orar durante un largo período que solo la Tierra recuerda en sus adentros. Se cuenta que algunas no pudieron sostener las lágrimas negras de sus almas y se suicidaron durante las primeras lunas. El resto, renovadas por la letanía del perdón, regresaron a sus hogares donde algunos de sus hijos y algunas de sus parejas ya las habían sustituido. Otros, otras no las reconocieron y algunos, algunas las rechazaban por asesinas. Pero nunca nunca ninguna Mara se volvió para mirar atrás. Todas, vivas y muertas, sabían que un amanecer de esperanza vendría a volcar su luz y su sombra en cualquier hora rara de un día cuyo despertar está próximo y una nueva Mara nacerá.
Según la profecía, Mara volverá el día en que las Maras asesinas hayan desaparecido del mundo, cuando ya no sean necesarias para velar por la llama de la inocencia en el ser humano.

jueves, 13 de junio de 2013

Nuevas pistas sobre la vida de Mara




Todos los estudiosos de la genealogía de Mara coinciden en una cosa: desde niña mostró una particular visión del mundo, las gentes y los enseres que la rodeaban, pues no siempre empatizó con los seres vivos, y mucho menos con los seres humanos.
A la edad de 5 años disparaba escopetas de perdigones contra ranas, sapos y gorriones durante las horas cansinas de la siesta, y en más de una ocasión realizó operaciones en vivo a saltamontes y moscas despojándolos de sus alas. Y en su afán por hacer volar a pollitos recién nacidos, los lanzaba al aire para provocar una reacción de vuelo que nunca llegaba.
- ¡Se acabaron las excursiones a las jaulas! ¡Ni uno más, Mara, que los torturas! ¿No ves que son seres vivos? -le amenazaba su madre ante los cadáveres reventados de los pollitos en el suelo. Sin embargo, lloraba a moco tendido cada vez que veía a su tío ahogar una nueva camada de gatitos en el pozo o a su abuela sacrificando un conejo para el arroz.
La primera vez que Mara empezó a adquirir conciencia del dolor humano fue la Navidad en que la dejaron asistir a una matanza del cerdo. Los gritos desesperados del animal mientras le clavaban el cuchillo en la garganta para desangrarlo, la retrotrajeron a épocas en las que había vivido con anterioridad. Aguaceros de imágenes caían por su memoria como si hubiera sido cientos y cientos de hombres y mujeres con anterioridad. Fue la compasión hacia ella misma, hacia todos y todas las que había ido siendo en el tránsito del tiempo y el espacio de la historia, la que inició el camino que más tarde habría de llevarla a cumplir los hechos que todos y todas conocemos.
En su lecho de muerte, siendo ya Mara una anciana con apenas memoria, un periodista que se había desplazado a su pueblo le preguntó aprovechando una de sus últimas consciencias:
- ¿Cree usted que la raza humana aún puede salvarse?
- Ojalá, pero me conformaría con que la tierra perdurara y nos sobreviviera y algo en ella conservara la memoria de algunas de las cosas que hicimos bien.
En ese instante, un gran rayo de luz eléctrica cayó sobre el pararayos de la Iglesia del pueblo de Mara y la anciana se levantó como si fuera una ágil jovenzuela, fue hasta el corredor de la casa de sus antepasados y mientras abría las ventanas sintió un profundo alivio, una profunda sensación de arraigo hacia la vida que había llevado en su última salida al mundo.
Cuentan las gentes que asistieron a su sepelio que su rostro representaba la paz con la que había dejado de ser Mara aquella noche de tormenta y purificación. 
Ahora queda su recuerdo, su legado, las cosas que hizo y que nos demostraron que aunque no hay avance siempre hay continuidad, herencia, puertas y salidas. Que después de ella quedamos nosotras. Que siempre somos otras, otras, otras, otras... parte de una misma.

Foto de Paula Mocinho. La Sala, noviembre 2012.

domingo, 12 de mayo de 2013

Renovatio



Cuando el vagabundo volvió a transitar los caminos, regresaron las lágrimas afiladas del cielo y los temblores de la tierra abrían heridas inesperadas en el suelo. En su corazón latía la imagen de aquella niña. El recuerdo de su inocencia lo impulsaba a seguir, a no rendirse. El vagabundo no sabía que la inocencia es un don de los seres que viven velados por el amor a la madre Tierra y que solo ellos pueden comunicarla, pues no depende de la palabra sino de la mirada del alma. Sin embargo, aquel hombre estaba tan lleno de la gracia que acababa de experimentar, que nada ni nadie hubiera podido frenar sus infinitos deseos de retornar la esperanza al mundo.

Caminó por entre ríos y mares y montañas y desfiladeros abismales que unían lo perfecto con lo imperfecto, llevó el recuerdo borroso de aquella niña a todos los rincones donde sus lastimadas piernas le empujaron. Se dijo a sí mismo que si para restaurar la paz y el futuro en el mundo hacían falta más de ocho vidas, todas las entregaría sin dudar pues la oportunidad se da en el hombre cada muchos cientos, miles de puertas colindantes abiertas.

Un atardecer, rendido de fuerzas y erosionados ya todos sus nombres por el olvido, pues en su devenir había sido todos los nombres posibles y había legado su memoria personal en favor de la memoria de la luz de la niña Mara, entró en la cueva de un ermitaño y exhausto le preguntó:

- Tú que conoces la soledad y todos los sentimientos que le son propios al hombre, dime, ¿existe todavía alguna razón importante para seguir el camino?

El ermitaño lo miró compasivo y le ofreció su cuenco de arroz blanco. El hombre comió, durmió y soñó. Nunca supo cuánto tiempo pasó en aquella cueva de montaña pero otro atardecer lejano, un hombre cuyos pies estaban lacerados por la fiereza de las piedras del camino, entró al cobijo de la cueva y le dijo:

- Maestro, he olvidado hasta mi nombre pero recuerdo la imagen de una niña, ¿sabes tú quién es?

El hombre sintió cómo se le aceleraba el corazón mas no lograba saber de quién le hablaba aquel vagabundo. Entonces miró a su alrededor y le ofreció unos pocos frutos secos. El vagabundo comió, durmió y soñó y cuando despertó, al nacer de la luz del día, ya no había lágrimas en el cielo ni heridas abiertas en la tierra y los ríos corrían limpios ladera abajo para encontrarse con el mar. Supo entonces que la vida comenzaba de nuevo. ¡Renovatio! Gritó recuperando la energia de los años de juventud en un repentino ataque de euforia. Descendió hasta la orilla del río y con un poco de agua fresca se bautizó con el nombre de Andrés.

Pasados los años tranquilos de una vida anónima, la noche antes de su última muerte, Andrés salió al balcón de madera de su casa y recorrió en silencio todos los sitios donde amó la vida. De pronto la niña Mara se le apareció en el rostro de su hija pequeña y le tendió la mano para que la acompañara. A la mañana siguiente el cuerpo de Andrés, todavía templado por el último halo de vida, sonreía descansado sobre la silla del balcón. El suyo fue un entierro multitudinario. Llegaron gentes de todos los lugares de la tierra que lo recordaban con otro nombre, con otro cuerpo, con otra familia, con otros trajes, pero al acercarse a la sábana que lo envolvía, todos coincidían: es él, él nos habló de la niña Mara por primera vez. A su lado, una niña sonriente les ofrecía un pedazo de pastel.

- A mi papá le hubiera gustado que no se fueran con el estómago vacío. Siempre decía que el camino de regreso es más duro que el ida – dijo la niña.

Los asistentes al entierro todavía hoy recuerdan la sensación de plenitud que les proporcionó aquel trozo de pastel, como si en lugar de llenarles el buche, les hubiera llenado el vacío de sus ansias. El tiempo ha ocultado la historia de Andrés, pero todavía hoy conocemos los primeros pasos de la niña Mara en el mundo.

Paula Mocinho Novoa
(*) Foto Mireia Plans

sábado, 2 de marzo de 2013

En un lugar bajo el sol




Convivir quiere decir sentir y saber que nuestra vida, aun en su trayectoria personal, está abierta a la de los demás, no importa sean nuestros próximos o no; quiere decir saber vivir en un medio donde cada acontecer tiene su repercusión, no por inteligible menos cierta; quiere decir saber que la vida es ella también en todos sus estratos sistema. Que formamos parte de un sistema llamado género humano, por lo pronto.

Persona y democracia
La historia sacrificial
María Zambrano

Tuvieron que romperse los cielos, resquebrajarse los sonidos, enloquecer los océanos, lloverse las cordilleras, derrumbarse los olivos, caer en picado las aortas y los capilares de todos de los animales salvajes para que amaneciera aquella mañana un lugar posible bajo el sol y el ser humano comprendiera que también dolor es amor.
Domesticada ya la rabia, sacudido el polvo del odio y enterrado el afán conquistador, un vagabundo de jersey raído por el tiempo se apareció en el pueblo de Mara.

- ¿Dónde está la niña? - preguntó en la ermita y el agua frenó su devenir y se produjo un silencio aterrador que duró tres días y veinticuatro noches enteras hasta que una anciana salió de su choza y contestó:

- ¿Qué niña?

El vagabundo la miró como se mira a la esperanza en el último instante en que se abandona la vida y suspiró.

- La niña, la niña de la que todos hablan.

La anciana echó una carcajada que hizo retroceder al vagabundo.

- Aquí está, ¿es que no la ves?

El vagabundo no podía verla pero se daba cuenta de que estaba allí, frente a él.
De pronto, el hombre rompió a llorar quebrándose y la anciana empezó a bailar. El llanto le duró cuatro días y treinta noches. Cegó su voluntad y doblegó su orgullo. Al despertar del quinto día, el vagabundo volvió a la ermita.

- ¿Dónde está la anciana? - preguntó sonriente y una niña de pelo crespo negro salió de su choza y contestó:

- ¿Qué es anciana?

Paula Mocinho Novoa
(*) Foto Mireia Plans

martes, 19 de febrero de 2013

Sobre MARA TRUTH

 


Estar presente tiene que ver con habitar el momento, con ponerse debajo de la piel y hacer de canal, dejar que el latido del corazón atraviese los poros. La expresión que sale de allí es clara, limpia y sencilla. No hay duda de que cuando se trabaja desde la humildad, la constancia y el esfuerzo paulatino, el resultado que emerge transmite algo auténtico.
La Real Academia Española nos dice que presencia también es la memoria de una imagen o idea, o la representación de ella. Traducida al lenguaje artístico, presencia sería traer al mundo sus propios sueños y hacerlos creación. Pero articular una pieza teatral de autoría compartida supone manejar un archivo de imágenes y propuestas muy extenso. Encontrar la composición que recoge todas estas voces y las pone en una misma frecuencia, creando una narración, ha sido el trabajo que Consuelo, junto con todo el equipo, han peleado hasta conseguirlo. Trabajar a nivel coral como método de creación supone un desgaste enorme; es difícil encontrar una única fórmula que ayude a administrar la lluvia de propuestas, comentarios, imágenes, gestos, voces, pensamientos, emociones, vaivenes y pausas que se han generado durante el proceso de creación y ensayo. La estructura coral tiene que ver con una organización interna donde cada elemento encuentra su lugar exacto, y puede seguir así el flujo de energía que conlleva la partitura puesta en acción. Mara Truth empieza con un coro de mujeres moviéndose a la vez, siguiendo un gesto al azar que una de ellas propone. Y la magia aparece en las transiciones, cuando de un gesto pasan a otro sin que tan si quiera te des cuenta. Un juego delicioso de ver cuando el trabajo que se ha hecho detrás es pulcro, impecable, y con una escucha precisa e interiorizada. Es la creación de la conciencia en la mirada que ve hacia dentro y hacia fuera a la vez.
Hacer un todo con las infinitas partes, es un reto que a estas alturas traspasa la dimensión artística y nos lleva a hacer un viaje hacia diferentes estructuras micro y macrovitales. Hablaría de política, porque esta obra tiene mucho de posicionamiento y de opinión desde la razón, pero también de sensibilidad hecha acción y de encuentro con el otro/a. Hablar de Mara es hablar de una presencia simbólica que nos une y nos da pie a imaginar, a expresarnos, a pensar, a emocionarnos, a soñar, a reconocernos y, cómo no, a enfadarnos, y a aburrirnos, y a desanimarnos, y a frustarnos también. Si el mundo es aparentemente dual, Mara hace de puente, de unión entre las distintas unidades.

Trabajar con Consuelo siempre va vinculado a una experiencia íntima y personal de transformación. Creo que es su total entrega lo que hace que nadie se escape de estar con una escucha absoluta. Te invita a volcar desde la humildad más sincera, tu material inconsciente, y a usarlo en función de lo que la pieza necesite. No hay tregua: con Consuelo, o estás, o no estás. Y esta ha sido la pelea y la evidencia de este proceso de creación que justo acaba de empezar, que está en su primer año de investigación y va hacia una depuración creativa que se descubrirá trabajando desde esta escucha tan especial. Y todo, porque como creadores/as y espectadores/as, necesitamos que se cuenten las historias del mundo, en este caso,narradas por mujeres presentes.

Barcelona, 20 de enero del 2013
Mireia Plans Farrero

sábado, 5 de enero de 2013

Querida Mara Truth



Querida Mara Truth,

Eres uno de los grandes encuentros de mi vida y tú lo sabes y yo lo sé. Quiero que vivas, esté yo presente o en intensa ausencia conectada. Aunque no lo oculto, nada me gustaría más que llevarte conmigo encima de los escenarios, compartiendo con otras mujeres creadoras y paridoras lo que significa tu voz. Una voz clara y alta, profunda y conmovedora que alienta al mundo a enfrentarse con su dolor y a generar vida y paz allí donde solo hay sufrimiento y pérdida. Tú eres amor, compasión y piedad. Y eres también perdón y rabia y hasta odio alérgico a las convenciones que nos aprisionan. Tu canto de libertad desde la imperfección más humana debe escucharse.
Tal vez la fuerza redentora de tu existencia se quede tan solo en la espuma enervada de la gran ola que siempre intenta purificar el mar pero muere en el intento. Pero en la vida no hay empresa grande o pequeña, solo hay acto constante que libera nuestros pasos y nos impulsa, no solo al despertar, sino también a soñar, a caminar, a crear.
Esta Mara se entrega. Se lanza. Deja espacio y espera a la escucha. Y acepta, en constante voluntad de comunión y hermandad, lo que la vida y el arte tenga a bien depararle.
Solo el amor nos urge a mover el mundo, a desordenarlo, a recrearlo, a asumirlo aún en la victoria más desestabilizadora y en la derrota más sabia. Y amor es lo que eres, lo que somos. O lo que debiéramos ser.
Y sí Mara, sabemos que no sabemos y nos queda tanto que es emocionante, excitante y absolutamente embelesador.
Hágase el camino así en la luz como en la sombra, sea yo paje, reina o comparsa, que la paz y el amor iluminen nuestros corazones, no nos dejes en la lucha alzar el cuchillo, líbranos de nuestros demonios y de los suyos, amén.
Y como es noche mágica, noche de reyes, quiero volver a pedirte que vivas, que vivas, que vivas...
Te quiero, Mara.
Te amo, Mara.